introducción

Pretendemos convertir lo extraordinario en seña de identidad. Intentamos resaltar como característico lo que en realidad nunca debió abandonar la categoría de accidental. Muchas veces caemos en el escepticismo del resistente falto de alternativas ante el miserable orden que nos envuelve. Perdidos desde hace tiempo, paralizados ante un futuro que no ofrece demasiadas expectativas. Buscamos independencia, escapando de la inclusión en informes masas militantes, tribus urbanas o simplemente evitando los innecesarios peregrinajes de socialización desesperada a los que estamos abocados en la incesante búsqueda de un ocio cada vez más narcotizador. Perdemos rumbo en el camino que transcurre desde lo más profundamente definitorio a lo anecdótico y cambiante, desde la militancia en una izquierda de la que muchos ya ni conocemos su posición -pese a que aún la buscamos- al vuelo rasante de las gaviotas que nos vuelven locos en la playa cuando, mientras ellas rebuscan basura entre la marea baja, nosotros nos recogemos en el silencio protector de la soledad. Hemos comenzado a confundirlo todo.

Hemos decidido, en definitiva, y ante la falta de opciones claras de futuro, dejarnos atrapar, escapando de la confusión, por lo que nos convierte en resistentes, negacionistas categóricos o escépticos francotiradores contra lo establecido, en almas solitarias que una vez logran asirse a la tabla de la tranquilidad interior no están dispuestas a aceptar las reglas de la tormenta exterior. Ni dispuestos a aceptarlas ni pacientes o suficientemente comprometidas para demostrar con demasiado ahínco que vamos a romperlas. Así buscamos nuestras señas de identidad. En silencio, desde nuestro escondrijo, camuflados tras un aspecto ordinario y la pertinaz inconstancia de los voluntariosos no somos, en realidad, más que arqueólogos que investigan, a la búsqueda de referentes, entre las ruinas de resistencias que se perdieron antes incluso de que pudiésemos sumarnos a ellas.

Se trata más que nada de mantener a toda costa una adicción, similar a la de la nicotina, que nos obliga a encender, de cuando en vez, alguna remota, lejana esperanza, de que un día nuestra suerte cambie. Cigarro tras cigarro, rebosando el cenicero, humeándolo todo a nuestro alrededor, rotos los bronquios la mañana siguiente, forzándonos sin sentido a respirar con dificultad, matándonos lentamente para que la espera no dure demasiado, para demostrar que poco apego, que poca ilusión, depositamos en la llegada del día que estamos esperando. El día que dejemos de preocuparnos por lo que nos rodea, el día que estemos dispuestos a convertirnos en lo que se espera de nosotros, la tarde que no nos importe que no llegue la mañana siguiente, sentados sobre la más fría indiferencia hacia lo que sucede a nuestro alrededor, acomodados a que ya nada vaya a cambiar o pretendiendo algún tipo de felicidad en la incertidumbre tras la cual nos camuflamos para pasar desapercibidos.

Ese día nos esconderemos tras la esquina rota que no nos deja ver el futuro y esperaremos camuflados para secuestrar a la suerte. Y una vez secuestrada, la suerte, ya nuestra, cambiará, aunque la hayamos obligado a acercarse a nosotros contra su voluntad y no haya sido la fortuna la encargada de las presentaciones. Cuando nadie se lo espere, cuando se haya instalado a nuestro alrededor la sensación de que finalmente hemos comprado la historia, hemos transigido ante la injusticia o hemos aceptado la definitiva tranquilidad de quien no quiere ver lo que sucede a su alrededor y nadie se espere la vuelta del estallido. Ese día, negaremos sistemáticamente la racionalidad para entregarnos a la aleatoriedad de algo nuevo y que no controlamos pero de lo que esperamos más que de este presente que nos encierra. Obligaremos a la suerte a caer presa del síndrome de Estocolmo mientras esté en nuestras manos para apoyarnos en ella a la hora de afrontar el último y definitivo viaje a ninguna parte que estamos dispuestos a emprender: Un viaje que nos devuelva el futuro.

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