por decir algo

Volvía a casa, a las dos de la mañana del tranquilo barrio de Gracia en Barcelona, escuchando el programa de Juan de Pablos en Radio 3. Doblé una esquina y un hombre rebuscaba en la basura. Por eso insisto en huir hacia delante. Porque no sé dónde pasaré más miedo, si en Irak o en mi vida diaria. Son diferentes, pero ambas vidas, la de la semana que viene, tal y como la sueño y la de ayer, tal como me vino dada me dan el mismo miedo. No sé mucho sobre Michi Panero, pero la canción de Nacho Vegas que le homenajea deja bastante explicado porqué me interesaría si algún día lo leyese y se ha convertido en la banda sonora de mis últimos meses. De algún modo me la llevo en el tarareo.

Podría justificarme desde el activismo rancio, desde la radicalidad propositiva que supone tratar de cambiar algunas cosas tanto en el contenido como en las formas o desde la egolatría más absoluta. Si me decidiese por cualquiera de los motivos, rellenaría páginas de autobombo mediocre y me lo creería yo mismo, además de convencer a unos cuantos. Me da pereza porque cualquier argumento no es más que pura palabrería y hacerse la pelota a uno mismo. No tengo la más mínima idea de si hago esto porque quiero o porque ya no soy capaz de dedicar mi tiempo y el poco esfuerzo que le pongo a todo a cosas más sensatas. Me siento incapaz de lo demás: de mantener una relación de pareja normal, de rendir en un trabajo de ocho horas en el que haya que dar cuentas y coordinarse diplomáticamente con otros o de aprender de una vez por todas a dejar de llamar la atención. Cada dos años asumo que nada me satisface y pruebo lo que la casualidad me pone en la diarrea verbal.

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